A finales de 1346, en los campamentos tártaros que asediaban la ciudad de Caffa estalló el primer brote documentado de peste negra. Fue tan voraz, tan inesperado, tan salvaje que los ejércitos de la Horda Dorada se deshicieron como un azucarillo en agua tibia. Levantaron el sitio, pero antes de partir, Jani Beg, el gran Kan, ordenó usar las catapultas para lanzar los soldados muertos dentro de la ciudad. Los genoveses se apresuraron a tirar los cadáveres al mar, pero ya era tarde. Nuestro protagonista lo sabe porque, aunque debería estar trabajando, está sentando el suelo de la cocina leyendo sobre catapultas llenas de cuerpos deformados por los bubones y la gangrena. Así empieza esta historia: con un rodillo en una mano y el móvil en la otra. Unas horas antes, la noche anterior, cuando llegaron a casa, al muchacho del Bajo C le pareció ver algo moviéndose en la cocina. Su mujer se llevó a los niños a la habitación (“porque ya sospechábamos algo”, “porque las primeras cosas raras habían empezado a pasar el domingo”) y él entró en la cocina armado con lo único que tenía a mano: el mocho de una fregona. Menos de cinco minutos después ya estaba fuera. Con su hijo pequeño (de dos años y poco) gritando a lágrima viva que quería ver a Mickey y él, con el susto en el cuerpo, porque al levantar una tapa de madera algo le había saltado encima. Y no, ese algo no era un ratón.
Imagen: Freestocks