Rusia enfrenta sanciones por la guerra en Ucrania, pero aún mantiene vínculos económicos con Occidente, especialmente en el sector energético. El uranio se ha convertido en un material clave para el desarrollo de la energía nuclear, que está resurgiendo en Estados Unidos. Este interés se debe a la necesidad de las grandes tecnológicas de contar con fuentes de electricidad para la Inteligencia Artificial.
El Gobierno estadounidense planea activar 300 nuevos reactores de última generación para 2050, sustituyendo las centrales de carbón por nucleares. Sin embargo, la dependencia del uranio ruso es un gran obstáculo. Rusia controla aproximadamente el 27% de la capacidad mundial de conversión de uranio y el 39% del mercado global de enriquecimiento de combustible nuclear.
A pesar de que Kazajistán lidera la producción mundial de uranio, la influencia de Rusia radica en su capacidad de enriquecer y procesar este material. La empresa estatal Rosatom controla el 36% de la manipulación del uranio y suministra combustible nuclear a más de 78 reactores en 15 países.
La razón por la que el uranio no ha sido sancionado es clara: tanto Europa como Estados Unidos dependen de él para mantener operativas sus centrales nucleares. La prohibición del uranio ruso podría costar a EE.UU. alrededor de 1.000 millones de dólares. A pesar de las sanciones impuestas en otros sectores, el uranio ha quedado exento, lo que permite a Rosatom seguir moviendo fondos a Moscú.
En este contexto, los grandes bancos del mundo están mirando hacia la energía nuclear como una alternativa viable. La volatilidad del petróleo y la necesidad de reducir emisiones han impulsado este cambio. Además, China ha avanzado en la carrera nuclear, enfocándose en la fusión nuclear, lo que añade más competencia al panorama energético global.
Así, Occidente se encuentra en una paradoja: busca independencia energética y sostenibilidad, pero depende de un recurso controlado por Rusia.
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