La campaña de las presidenciales de EE.UU. no ha cogido temperatura todavía. Donald Trump surfea con comodidad hacia la nominación en las primarias republicanas. Joe Biden, que buscará la reelección en noviembre, apenas ha hecho campaña todavía y su mitin del martes en Virginia fue una rareza. Los rivales republicanos de Trump solo han dado pellizcos al expresidente en los meses que han peinado, de manera infructuosa, los estados decisivos. Esa tranquilidad aparente contrasta con una creciente presencia de los grandes fantasmas de la democracia más vieja y estable del mundo: la Guerra Civil y el racismo, dos traumas que van aparejados y de los que se habla más que nunca. Ocurre con un mar de fondo de división, de polarización ante una nueva embestida del ‘trumpismo’, el gran fenómeno político en EE.UU. del siglo XXI. La memoria del 6 de enero de 2021 está fresca. El asalto violento al Capitolio por una turba ‘trumpista’ con la intención de evitar la certificación de Biden como ganador de las elecciones de 2020 no acabó con la carrera política de Trump, como muchos, también republicanos, creyeron aquel día cuando veían las imágenes en directo por el televisor. Hoy, para una parte del electorado, Trump es el único que puede salvar a EE.UU. y los participantes en aquella algarada son «patriotas», como los ha definido el propio expresidente. Para otra parte del electorado, el regreso al poder del multimillonario neoyorquino supondrá un declive autoritario en la primera potencia mundial. Los unos se acusan a los otros de querer destruir la democracia. Ambos dicen luchar para mantenerla. Esta narrativa se polariza todavía más por los juicios que persiguen a Trump: 91 cargos en cuatro imputaciones penales, que se deberían ventilar a lo largo de este año, antes de las elecciones de noviembre. Trump y sus seguidores han utilizado estas acusaciones para alimentar el relato victimista del expresidente: le robaron las elecciones en 2020, le persiguen para que no gane las de este año, no hay mayor ataque a la democracia que eso. Cada vez que la división se dispara en EE.UU., muchos miran atrás, a la Guerra Civil, la Guerra de Secesión entre Norte y Sur, el momento de división por antonomasia en la historia del país, a mitades del siglo XIX. «Hay una conversación constante sobre si estamos al borde de una guerra civil», asegura a este periódico Stephanie McCurry, profesora de Historia de la Universidad de Columbia y experta en la Guerra Civil estadounidense y en las décadas posteriores, la llamada Reconstrucción. «Piensa en los casos judiciales en marcha que giran sobre la cuestión de si hubo una insurrección el 6 de enero», dice sobre la decisión de expulsar a Trump de las papeletas en dos estados -Colorado y Maine- por su papel en el asalto al Capitolio, algo que tratará el Tribunal Supremo el próximo 8 de febrero. «Y piensa en la decisión del Congreso de impedir que los secesionistas pudieran ocupar cargos públicos tras la Guerra Civil», añade sobre la 14ª enmienda a la Constitución, cuyo texto se ha utilizado en esos casos contra Trump. «Ahí hay una conexión directa entre ambos periodos a través del episodio del 6 de enero», asegura McCurry, que, sin embargo, no cree que el periodo actual sea comparable con la década anterior a la Guerra Civil. «No es lo mismo, porque no hay una causa central que organice a los bloques, como ocurrió entonces con la esclavitud. Y tampoco hay un componente regional como entonces». Pero sí hay una sensación de división en el electorado que le devuelve a aquella época. Según un estudio de la Universidad de Virginia, el 52% de los seguidores de Trump y el 41% de los de Biden están al menos un poco de acuerdo en que es necesaria una «secesión». Esa conversación constante sobre la guerra civil aparece en todos los planos. Lo advertían esta semana muchos seguidores de Trump, haciendo cola en el frío para sus mítines en New Hampshire, cubiertos de nieve, pero entusiasmados por ver a su líder. «Solo espero que él vuelva a ayudar al país. Porque, ahora mismo, como vienen las cosas, probablemente vaya a haber una guerra civil», decía un votante a ‘The Washington Post’. Son ideas que resuenan sin parar en las radios conservadoras, en las homilías radiofónicas de reverendos evangélicos que son activistas políticos, en los canales de YouTube de comentaristas conservadores y en foros radicales. Esas alusiones han sido habituales en políticos cercanos a Trump durante la cascada de imputaciones criminales del año pasado. «Debemos actuar ya. Si no lo hacemos, nuestros votantes van a luchar en las calles», dijo el senador estatal de Georgia Colton Moore tras conocer la imputación penal de Trump en aquel estado. «Yo no quiero una guerra civil, no quiero tener que sacar mi rifle». Sarah Palin, que fue gobernadora de Alaska y candidata a la vicepresidencia en 2018, defendió que una guerra civil «va a pasar» si los fiscales no decaen sus acciones penales contra Trump. En las últimas semanas, las alusiones han llegado al centro de la campaña. Nikki Haley, exgobernadora de Carolina del Sur y exembajadora ante la ONU, la última rival de Trump en las primarias en pie, fue preguntada en un acto electoral cuál fue la causa de la Guerra Civil. Haley dio una respuesta en círculo para evitar decir que fue la esclavitud, que los estados sureños buscaban mantener a toda costa. Se creó una polémica enorme que capturó la campaña durante días. Trump, en su estilo desprolijo en lo que tiene que ver con el rigor histórico, aseguró en un discurso reciente que la Guerra Civil «se podía haber negociado». Estas declaraciones son guiños al electorado republicano más conservador y una muestra de que las repercusiones de aquella guerra siguen abiertas. Como ha dicho el historiador Eric Foner, premio Pulitzer por su libro sobre Abraham Lincoln y la esclavitud en EE.UU., «la guerra fue hace 150 años y el país no ha asimilado completamente sus consecuencias». Aquella respuesta de Haley tiene que ver con el relato que se impuso en los estados sureños rebeldes tras su derrota bélica: la guerra no era por mantener la esclavitud -elemento centra de su economía-, sino por enfrentarse a la tiranía del gobierno federal; los rebeldes no eran racistas, sino héroes patriotas que luchaban por mantener la cultura y la forma de vida sureña. La guerra perdida pasó a llamarse, de forma romántica, la ‘Causa perdida’. La discriminación y la segregación de la población negra desde finales del siglo XIX en esos estados sureños, que sobrevivió legalmente hasta finales de la década de 1960, no se compadece con ese relato. Pero este sobrevive en parte del electorado republicano y los candidatos se ven obligados a no contradecirlo. La división y el debate sobre la Guerra Civil, las brechas ideológicas en EE.UU. siempre han estado ahí, pero ahora parecen exacerbadas. En una encuesta de la Universidad de Chicago, 16 millones de estadounidenses coinciden en que «el uso de fuerza está justificado para prevenir la persecución judicial de Trump». Ahora queda por ver cuántas mechas se prenderán en los juicios, en la elección general y en el recuento de noviembre.
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